Archivo del blog
1 de agosto de 2010
Un día en mi Alejandría (III)
Mi nombre es Eduardo, proviene del germano y significa ''el guardián'', es un nombre bastante apropiado a mi situación (que únicamente tú, como lector, intuyes que es completamente pretendida por un, para mí, abstracto escritor, pero yo en mi fingido desconocimiento del creado solo puedo atribuirle la situación de la coincidencia entre nombre y oficio a una inocente y anecdótica casualidad), podría haber tenido otros nombres parecidos en significados, pero habría desacuerdos en ciertos matices (no es lo mismo guardar que proteger), pero olvidando estos matices podría haberme llamado Héctor o Edmundo si protegiese unos dominios propios, Ramón si además de protector fuese sensato o Alejandro si mi papel en esta historia fuese más trascendental, por el contrario Darío o Guillermo se desprenden de tantos matices ofreciéndose ante un público menos selecto con su inespecífica y honrada generosidad. Pero como ya digo, mi madre y, probablemente la casualidad, decidieron que me llamase Eduardo ''el guardián''. A pesar de toda esta palabrería no soy un charlatán, pero me veía obligado a buscar un enlace entre mi condición de guardián (de algo que aún no sabes) y la de hijo (recordemos, para evitar confusiones, que todo hijo tiene una madre y toda madre tiene a su vez otra madre, constituyéndose así clara y definidamente una cadena de historias para contar que pienso aprovechar en este momento).
Mi madre era la típica mujer de la que te enamoras sin dificultad ni pretensiones. Tengo una imagen de ella en la cabeza, pero me cuesta describirla con lógica, veo una chica joven que da saltos, brilla con intensidad y saca la lengua. Un buen día se despidió de su madre (de cuya historia prescindiré) pidiendo permiso para fugarse con un joven de, pongamos, Tebas. Ella era así, le gustaba pedir permisos que no necesitaba ni luego tendría en cuenta. No se lo dieron, y se fugó sin más demora. Anduvieron por los campos y desiertos una temporada, hasta que ella se encaprichó de Fabricio, un hijo de artesano con dinero y sin vergüenza y se fue con él a Alejandría para que les mantuviese el bueno del artesano. Una noche se dio cuenta de que se sentía atada, y ella quería brillar, saltar, y sacar la lengua, así que volvió a escapar. En una taberna bebió, conoció a alguien, volvió a beber, e hicieron el amor. Fue en la playa, sobre una roca, llovía, ella lloraba de felicidad (por dentro brillaba), él estaba quizás más pendiente de demostrarle su masculinidad que de disfrutar. Cuando ella despertó él no estaba, se percató unas semanas después de que aquel hombre le había probado su masculinidad de la forma más esencial e indiscutible. Estaba embarazada. Ya no saltaba. Es por esto que la llamo madre, y ahora podemos decir que su madre la llamó María.
Quizás te has percatado del cambio de párrafo y te hayas preguntado el motivo, confieso que en este punto voy a enlazar una historia con otra. Yo tenía unos cinco años cuando recogíamos frutos en el bosque para comer, seré breve cuando diga que la tormenta era terrorífica y nos sorprendió. Ella me tranquilizaba diciendo que los árboles pararían el impacto de los árboles, y así fue, actuaron de escuderos ante los impactos, pero fueron sin querer el asesino de su caballero. Un de los rayos partió en dos un árbol que, casualidades, cayó directamente sobre mi madre, sobre mí cayeron un montón de ramas que no me mataron, pero me dejaron sepultado y con los miembros inmovilizados. Por el suelo se filtraba algo de oscura sangre, que no era la mía, y se podían escuchar algunos lamentos, que no salían de mi boca. Ahí fuera vi otra luz y recordé que mi madre saltó para esquivar el impacto. Ignoro si murió con la lengua fuera, pero me gusta imaginar que abandonó la vida como la vivió, brillando, saltando, y con la lengua fuera.
Yo permanecí heroicamente días allí, solo podría ver algo de luz que se infiltraba en el montón de madera que me sepultaba, y eso, madera que crepitaba ante la humedad y me protegía de las temperaturas y las alimañas. Esa imagen me fascinó y se gravó en mí para siempre, así que pronto decidí que lo que me gustaba en la vida era la madera. Rescatado y adoptado por el guardabosques desarrollé rápido mis dotes de investigación y estudié maniáticamente la madera (como el maníatico que se obsesiona con, pongamos, la piel de cerdo), cuando concluí que ya conocía todos sus componentes microscópicos y sus propiedades me dispuse a trabajar con ella. Primero fui carpintero, me cansé de darle forma y fui un simple vendedor para hogueras y fogatas, me cansé de comerciar con ella (la traicionaba en cierta forma, igual que siendo carpintero o juguetero, o constructor) y tras muchos años acabé aquí, de guardián. La madera mató a mi madre y salvó mi vida, es una idea que me perturba en las noches, aun así la única forma de no utilizar la madera de una manera ofensiva y traicionera era protegerla, salvagurdarla y moderar su utilización. Soy uno de los guardianes de la gran puerta de Alejandría.
Y he contado todo esto en lugar de concluir simplemente diciendo ''Mi nombre es Eduardo, soy un guardián de la gran puerta de Alejandría''. Esto a parte de tener menos mérito me privaría de hablar de lo que principalmente quería hablar. ¿Nunca te has preguntado por qué sientes más pena ante la muerte de personas de las que conocías algo que de completos desconocidos? En la vida he aprendido a descartar el altruismo y la bondad como algo espontáneo, es más algo reprimido que aflora sin motivo y al azar. Todas las cosas tienen una historia, la linealidad del tiempo humano así lo exige, estas historia se transmite e interpreta de distintas formas y acabamos teniendo una imagen mental de su esencia. Nosotros mismos tenemos una historia, y la dichosa imaginación nos hace pensar en cómo sería la forma perfecta en la que se desenvolvería. Ponemos en nuestra historia toda nuestra esperanza, porque es lo más preciado que tenemos. Que una historia que conocemos quede destruída sin vuelta atrás nos hace plantearnos inconscientemente que nuestra propia historia también podría, por puro azar, verse truncada algún día. Ese azar que decide nuestro día a día y que sin embargo apenas tenemos en cuenta a la hora de planear nuestra historia. Es todo egoísmo, sufrimos cuando se pierden historias porque la nuestra se perderá algún día. La poca piedad por los animales se puede explicar mediante lo poco cristalinas que vemos sus historias, por el contrario si un animal vive su historia junto a la nuestra y somos testigos, sí llegamos a sentir esa pena por su final posiblemente incorrecto.
Mi compañero, al otro lado de la puerta, me habla de una cita (''así que no entiendo por qué lavarme los dientes antes de una cita si quedamos para cenar, ¿para qué hacer la cama si luego la voy a deshacer?''), y me pregunta por mi hija Ariadna. Le respondo con un falso interés, al fin y al cabo oirás hablar de ella en otra ocasión. Alguien se acerca para entrar en la ciudad, mi compañero y yo nos miramos con asombro. Ha vuelto a la ciudad, y va solo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Actualmente hay
entradas y comentarios que valen en este blog.
2 comentarios:
Me quitas las ganas de escribir, sucio literato perfeccionista e inspirado.
Tus relatos, tus opiniones, tus historias...es como abrir un libro magnífico que nunca tiene fin y que no te cansas de leer.
Deja de tocarte las pelotas, deja de leer filosofía y empieza ya a escribir tus propias novelas, sé que eres muy humilde pero más gente debería conocer tu forma de escribir. Un abrazo amigo
Yo = que Emilio José. Ya sabes que me encantas.
Publicar un comentario