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30 de diciembre de 2010

¿Qué es el alma? Parte III. Un día en mi Alejandría (V)


Otra vez el insolente zumbido de la trompeta azul a lo lejos se atreve a despertarme, tenemos visita. Mientras recupero poco a poco la visión las borrosas manchas azules y blancas se convierten en un bello paisaje, que aun doliéndome la cabeza logro apreciar como uno de esos para los que merecería la pena el noble y aún oculto arte de parar el tiempo. Una estampida de gotas de rocío se deslizan sobre unas anchas hojas azuladas, como si el lago al pie del cual descansamos fuese el epicentro de su existencia y compitiesen por precipitar en él. La luz del sol se refleja en el agua e ilumina este claro, donde todo parece puro, incluido el cuerpo que yace dormido a mi lado. Reconozco que aún tiemblo un poco al contemplar esos carnosos labios, su piel nevada y su curvilínea desnudez. No la despertaré, tengo que irme, en estas circunstancias lo normal sería deportarla para que lo pasado esta noche no salga a la luz, pero ella me gusta especialmente, podría planteármela como mi nueva asistenta personal, ya que Dulia está muy entrada en años. En todo caso luego la mandaré traer a mis aposentos para decidirme, ahora debo salir corriendo, me estarán buscando.

Una vez vestido y en los jardines de palacio trepo hasta el balcón de mi alcoba, donde Dulia me espera para abrirme. Me mira con desaprobación y escucho palabras sueltas, de las que deduzco que mi esposa me está buscando por los alrededores y que tengo que recibir a un visitante, pero mis ojos están clavados mientras tanto en su pícara sonrisa aderezada con algunas arrugar, y en sus senos aún duros a pesar de la edad, que esté en pie junto a mi cama no es más que una provocación del diablo para hacerme pecar de nuevo. Casi sin darme cuenta agarro su cintura y la acerco a mí. Los de fuera pueden esperar un rato más. Le ordeno que se quite la ropa y empieza por las tirantas del uniforme, me encanta esta chica.

Mi viejo amigo me deja en la puerta de palacio, y después de una pequeña charla con los guardias me abren la puerta. La puerta de los recuerdos, se podría decir, varios años han pasado desde que salí por esta misma puerta con poco más que una navaja y un par de paños para combatir el frío (paños que más tarde habría de empeñar). El gran recibidor que antes recogía retratos de mi familia, ahora está atestado de cuadros de comidas y cacerías con mi hermano gemelo siempre en primer plano, la gula era el último pecado capital que me faltaba por ver hoy. Rápidamente se ha corrido la voz de mi vuelta al reino, hace unos minutos se me ha acercado un desdichado hombre suplicándome que le diese algo que fortuitamente había acabado en mi bolsón, y un poco antes un escritor venido a menos ha venido a pedirme que le contase la historia de mi viaje, para servirle de inspiración. Al menos el guardián del portón sigue transmitiendo la calidez de siempre.

En realidad mi vida no habría sido nada del otro mundo si no fuese por mi sangre real. Crecí junto a mi hermano en palacio, con nuestras escapadas al pueblo y una desbordante imaginación que hacía de un mundo nuevo una simple cueva del acantilado. Lo hacíamos todo juntos, éramos como una sola persona, hasta que nos comunicaron que el rey de Alejandría sería el mayor de los dos (yo). La verdad es que no comprendíamos muy bien la magnitud de la situación, pero nos trastocó que por una vez las condiciones de ambos no fuesen las mismas. Comenzamos a distanciarnos. Yo pasaba las horas con mi instructora y leyendo en la biblioteca de palacio, mientras él seguía con las escapadas, que con el tiempo se tornaron a engaños, llevaba una vida desordenada y de excesos. Con los años llegó mi proclamación como rey y renuncié a tornar su pereza en algo de provecho. Así transcurrió el tiempo hasta que una noche llegó algo que rompería todos los esquemas. Me enamoré de una joven que ayudaba a su madre a arrastrar una carretilla a orillas del Nilo. Juro que en sus ojos el mismísimo faro de Alejandría iluminaba a todos los hombres que se hallasen cerca, y que la madera de la carretilla florecía al ser tocadas por la piel de seda que la guardaba del frío. No sé si por miedo o emoción, salí corriendo de allí lo más rápido que pude. Le pedí a mi hermano que me sustituyese, borré mis huellas, tiré de mi sombra, y salí esa misma madrugada en su búsqueda. En los años que estuve buscándola aprendí casi todo lo que sé, de las estrellas, de los prados, los bosques, fugacidad, y sobre todo de añoranza. Muchas cicatrices, un semblante más serio, y una sonrisa sincera es el legado que me dejó su amor, que ni existió. Renuncié a todo por ella, incluso a ella. La logré encontrar una mañana de Junio en un poblado judío a los pies de un montículo de arena y grava. Estaba casada con un labrador y tenía un hijo mulato de unos meses. Pasé subido al montículo tres noches y dos días deshaciéndome de lágrimas y propósitos. Unos días después mientras viajaba a la deriva me hablaron de un antiguo reino en decadencia, cuyo rey desatendía sus necesidades. La historia y el sonido de la harmónica que la acompañaba me hicieron recordar que alguna vez tuve algo a lo que aferrarme, algo que permanecería ahí cuando pasasen calentones y locuras de amor., falsos faros y cantos de estrellas y lobos solitarios. Y decidí volver, sin nada que perder, y con todo que ganar.

He llegado a donde me espera mi hermano, con su mujer al lado. Mirarle es como mirar un espejo roto, pero soy consciente de que yo no tengo esa mirada de estar viendo un fantasma, ni ese color tan sano en la piel. Tenemos mucho de lo que hablar, pero ahora mismo siento que un vacío se me está llenando, como si cuando estamos los dos cerca nos complementásemos, formásemos una sola persona, como si el alma no fuese más que la esencia de algo superior, que se forma al unir las partes de una persona y relacionarlas, como si todo fuese uno. Como si un gran reino reuniese a gente tan distinta que no puedan existir los unos sin los otros, y que pudiesen perfectamente entre todos constituir una sola personalidad. El alma sería entonces la complejidad del ser y su complementariedad, y este reino es para mí el único ser.


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